Empleas la segunda persona del singular para hablar de mí.
Entre semana te haces ilusiones porque te irradia a diario, oliendo a ducha reciente, inclinándose sobre ti para corregir el informe. Los pechos colgando a través del cuello redondo de la camiseta. En verano la piel suave de las piernas. Hay confianza, contactos fortuitos que no cabe malinterpretar tras años de represión que han encarcelado en tu psique perturbada la necesidad animal. Está bien así.
Pero luego llegan las tardes. Despedirse hasta el día siguiente y vídeos nefandos en internet. Y más adelante el fin de semana te despierta a tu realidad. No más olor a jabón, ni brazos dorados, ni sonrisas, ni informes a los que no puedes atender sino tiempo espeso, acre, que duele, mientras ella ejerce el matrimonio. Esta tortura cíclica que cada siete jornadas señala firme tu hueco en la tierra.
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