El joven atractivo asciende al tren entre el gran grupo de viajeros que esperaba en el andén de la estación norte de la ciudad. Avanza por el pasillo buscando una plaza vacía y elige la que está junto a la joven atractiva, exactamente delante de mi asiento, junto al que ha pasado despreciando el hueco que tengo junto a mí. Pregunta con educación excesiva si está libre y, ante la respuesta afirmativa, toma asiento. Activa entonces su estudiado protocolo de invasión. Sus preguntas ligeras, informales, son devueltas con recios raquetazos. El muro se levanta sólido ante mis ojos, pero no para un percutor tenaz como el joven atractivo. Su interrogatorio, a la vez sutil e incisivo, continua implacable. Son preguntas amables y amenas, la prevención de la joven atractiva está sobredimensionada. Se intercalan hábiles pausas para esponjar el asedio.
Cuando termino la página y vuelvo a atender al ritual, me sorprende una conversación más fluida. La joven atractiva contesta con frases más largas, adornando los neutros enunciados con algún detalle privado. El joven ya no necesita ayudar a las palabras a emerger, ahora se detienen más en cada puerto, la incomodidad ha desaparecido. Pronto la conversación discurre bien lubricada. El joven no participa, se retira a observar y a escuchar, ofreciendo minúsculos apoyos sobre los que la joven atractiva despliega su verborrea desatada, plagada de datos personales. Nos enteramos de que estudia moda y trabaja haciendo prácticas en una cadena de alta costura, o de que vive en la gran ciudad, compartiendo piso con compañeras de estudios. Y tal como avanza la conversación, podemos visualizar al joven atractivo en esa misma casa, esta noche, yaciendo desnudo en el colchón, junto a la joven atractiva.
Pero todo termina de forma repentina. La conversación se extingue y el joven atractivo no la aviva, sino que permanece mudo, allí sentado. La joven atractiva pierde la inercia y tampoco interviene más. Espera a que él vuelva a echarla a rodar. No resisto el suspense de lo que sucede en los asientos delanteros, el silencio. Me pregunto si este es el siguiente paso de la estrategia del joven atractivo tras haber afianzado su posición, de haberse hecho necesario: desaparecer. No lo puedo comprender, la joven atractiva tampoco y cambia de postura en el asiento. La imagen de sus cuerpos desnudos, entreverados en la habitación de su piso compartido empieza desvanecerse.
La estación de destino se acerca a gran velocidad y la posibilidad de una convergencia física, nocturna, orgánica, se aleja.
Me asomo por el hueco de los dos asientos delanteros y descubro al joven atractivo absorto en la lectura de un grueso volumen. Ha dado la pieza por cobrada. Como los grandes maestros de ajedrez, no necesita llevar al rey rival a la posición de mate. Sabe objetivamente cómo terminará la partida.
Me asomo por el hueco de los dos asientos delanteros y descubro al joven atractivo absorto en la lectura de un grueso volumen. Desorientado, como los cachorros de león que juegan con la presa moribunda que les trae su madre para practicar, incapaces de rematarla, así se sumerge en el libro. El joven atractivo recorre las frases sin conseguir transportarlas a su mente, ocupada en descifrar el laberinto en el que se ha perdido.
Me asomo por el hueco de los dos asientos delanteros y descubro al joven atractivo absorto en la lectura de un grueso volumen. Tal vez no todas las conversaciones casuales en el tren se resuelvan de la manera tópica y forzada que nos enseña la propaganda audiovisual o escrita dirigida al público inmaduro, superficial y sin cultivar al que represento.
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