Encerrado en su habitación, después de haberse cepillado los dientes y dado las buenas noches, se entrega a la rutina diaria: se conecta al vídeo-chat pornográfico. No se trata de una web sórdida de mercadeo sicalíptico, sino un inocente chat de jóvenes como él, en el salto del instituto a la universidad, que pretenden pasar un rato desnudos en compañía. Es una página limpia, blanca, con hortalizas sodomitas, que aprobaría cualquier padre.
A pesar de todo, prefiere mantenerlo tras la intimidad de la puerta de madera aglomerada de su estrecha habitación. La minúscula expresión de privacidad que le concede el piso de protección oficial de sus padres en el extrarradio de la gran ciudad. Sólo entra de mirón, ni siquiera se registra. Su actividad aquí es casi invisible toda vez que limpia su rastro del ordenador después de cada conexión, igual que pasa el trocito de papel higiénico por el suelo y por la mesa.
Jóvenes de todo el mundo conectándose a través de una cámara y fornicando para los demás. ¿Qué puede haber aquí de reprochable? Dormitorios en el otro extremo del planeta, donde brilla el sol, en los que nativos desnudos yacen sobre sus camas o eyaculan sobre el rostro de sus amigos o se masturban con parsimonia y aburrimiento o introducen aparatos en sus anos. Coitos indolentes. Coitos fogosos. Cuerpos jóvenes, tersos, nacidos para esto.
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