Una anciana camina lenta, dolorosamente, por la calle aproximándose a su casa. Debido a sus desgastados ojos no ve, hasta que ya está casi encima, al vagabundo derrumbado en el umbral, bloqueando el acceso al portal.
Tras un instante de desconcierto, la anciana agarra con fuerza su bolso y retrocede hasta quedarse a unos metros de la puerta. Sobran todas las precauciones porque el hombre, probablemente borracho, duerme profundamente.
Gestos difíciles de interpretar asoman a su arrugado rostro, tal vez compasión o tal vez no. Tras una larga indecisión, se da la vuelta y entra en la cafetería que hay enfrente de su portal.
Allí la saluda por su nombre el camarero, que se encuentra inclinado sobre una máquina tragaperras abierta.
—Buenas, señora Josefina, perdone un momento que termine aquí y la atiendo.
—No se preocupe usted, no tengo prisa.
El camarero vuelve detrás de la barra y pregunta qué va a tomar. La anciana pide por favor café, especificando: muy caliente. Mientras lo prepara el hombre habla de banalidades. Una vez terminado lo sirve con ceremonia en una taza y la coloca frente a la mujer.
La anciana toma la taza humeante y se disculpa, perdone un momento, mientras sale de la cafetería dejando al camarero con gesto de asombro. Cruza la calle y se aproxima al vagabundo, que permanece exactamente como lo había dejado.
Cuando se encuentra junto a él se agacha y arroja el café hirviendo sobre su rostro mientras le grita desaforada: largo de aquí, hijo de puta. El hombre se levanta de un salto, escaldado, profiriendo alaridos de dolor y huye desorientado.
La anciana regresa a la cafetería, devuelve la taza diciendo gracias y paga. Sale, cruza la calle y desaparece tras la puerta de su portal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario