Vengo a hablar de la vez que me follé una gelatina de limón. Fue un verano en el que ya era mayor, con la universidad terminada y la lujuria incontrolable poseyéndome.
No estaba previsto, había preparado el plato por paladear su curiosa textura y la decisión de fornicarlo en lugar de comerlo la tomé en el último momento, sin mucho remordimiento, pues apenas había invertido tiempo ni dinero en el postre que ahora iba a desmontar a vergazos. Un sobrecito a vaciar en un gran cuenco de agua que luego había puesto a reposar y cuajar en la nevera.
Así que saqué el cuenco, esperé a que adquiriese la temperatura ambiente y lo coloqué en el suelo, en medio del salón. Me desnudé y lo cubrí. Me detuve antes de penetrarlo, recreándome en el instante y, cuando ya no pude aguantar más, introduje la desaforada erección en el interior de aquella masa coagulada y transparente, dejando que su densa materia resbalara sobre la delicadisima piel. Observaba las evoluciones de mi miembro a través de la gelatina amarilla, complementando así las sensaciones que me llegaban desde las papilas gustativas del glande.
Los que habéis tenido novia desde el instituto y lleváis catando vaginas desde la adolescencia os habéis perdido todo un mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario