Imagino que la invención del dinero y cómo desplazo a las operaciones de trueque tuvo que resultar del todo inconcebible en un primer momento. Que una gallina equivaliese a unas piezas metálicas y no a un artículo semejante, consistente, útil, no se puede aceptar de primeras sin reticencias. El peso de los siglos terminó, no obstante, otorgando más credibilidad al dinero que al bien. Una gallina es y permanece una gallina, pero unas monedas son una gallina, especias, herramientas, una noche en una casa de lenocinio, etc.
El siguiente salto se produjo con la tarjeta bancaria. Del asentado dinero desaparecía la materialidad y quedaba sólo el valor pactado y comprensible para las dos partes de la transacción, que transcurría sin necesidad de tocarlo. La posibilidad del pago a crédito supuso ya despegar de la realidad: Pagar por un bien con un dinero que todavía no se tiene. No es de extrañar que tantos quedasen atrapados por la brujería y terminasen endeudados sin remedio.
El último paso en la evolución ha terminado por distorsionar mi percepción del consumo: Se trata de la compra por internet. Tal vez la compra por teléfono, tan extendida por los países anglosajones en los años previos a internet produzca similares síntomas, pero en tierras ibéricas no llegamos a experimentarlo. El acento de la compra por internet recae en el plazo que transcurre entre la transacción monetaria y la recepción física del bien adquirido. Al contrario que en la previa compra a crédito —me llevo el bien y lo pago después—, aquí se paga en el momento y se obtiene más tarde, en ocasiones, mucho más tarde. No se trata de compras abultadas, como una vivienda comprada en régimen de cooperativa por la que se lleva años pagando antes de recibirla, sino de artículos minúsculos, de los de siempre, de tomar, pagar y llevar. Este hiato es el que a mí me transporta a un limbo onírico. Para los compradores compulsivos, para los adictos, para los enfermos, para mí, el objeto comprado no representa el trofeo de caza. La recompensa está en el acto de la compra, en preguntarse si se desea ese objeto, en dejarse seducir, en investigar sus características y precios, en comparar las distintas ofertas, en encontrar una convincente, en volver a replantearse si realmente se necesita, si de verdad merece la pena gastarse el dinero en aquello, en pulsar, al borde de las lágrimas, sobre el botón de "comprar", en saber que es tuyo. El resto resulta secundario. Recibir el paquete con la compra días después no me sacude la indiferencia, ya no me proporciona placer, se lo podían haber ahorrado. Internet transforma el consumismo en una paradoja siniestra.
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