Las raices de la tristeza

¿Cómo le transmites a alguien que te cae bien?, ¿que quieres que seáis amigos? Si fueseis niños, te acercarías y formularías esa simple pregunta, ¿somos amigos?, y al instante ya lo seríais. Pero no somos niños, somos compañeros de trabajo, tenemos treinta y cinco años, yo soy un soltero sospechoso y ella una apetecible mujer casada. Me temo que no existe una fórmula para resolver esta ecuación.

Varios años llevamos trabajando juntos y existe un sólido respeto mutuo; incluso cierta simpatía y gestos de admiración por mi parte proponiendo encubiertamente la amistad. No hay falsa interpretación posible, no hay acoso, insistencia ni grosería. Son ofertas ligeras que la brisa se lleva por la ventana. No albergo la intención de meterme en su cama. Lo juzgo tan remoto y delirante que ni siquiera llego a concebir la posibilidad. Con absoluta sinceridad: yo quiero que seamos amigos porque me parece una persona encantadora y me reporta gran bienestar su compañía. Pero no es posible, parece. O bien no se entiende la propuesta, lo que no creo, o bien no hay interés en ella, lo que me temo. La razón la desconozco; si acaso me juzga antipático, lo disimula. Y ante esta incómoda solución irresoluta languidezco desde hace demasiado tiempo ya.

Los adultos no empezamos amistades con una pregunta directa sino mediante una espiral enroscada alrededor de un objetivo que se alcanza siempre tarde y, en ocasiones, nunca se alcanza. Condenado a no contar jamás con tu amistad y, no obstante, disfrutar de tu presencia diaria de ocho a cinco, con una pausa para la comida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario