En un pasillo del Congreso de los Diputados quedó recogida la siguiente conversación en la grabadora olvidada por un periodista en un banco. Un ugier la encontró por la noche y reprodujo su contenido antes de llevarla al cuarto de objetos perdidos.
— Las tetas no tienen sabor.
— Las tetas sí tienen sabor.
— Quiero decir que no tienen un sabor propio. Es un trozo de cuerpo tapizado de piel. No sabe diferente de una rodilla. Como mucho, a sudor.
— El sabor no se encuentra en la reacción química que la superficie lamida cataliza en las papilas gustativas. El sabor se encuentra en 34 años sin haber visto a una mujer desnuda fuera de la pantalla. En palpar las tetas y llevártelas a la boca mientras te duele la tensión en el pantalón. Es el sabor del objetivo alcanzado demasiado tarde: un primer regusto dulce y fresco que evoluciona a amargura y tristeza según se escurre paladar abajo. Un sabor tornasolado y, a la postre, venenoso.
— A mí nunca me han sabido así.
— Educaste el gusto desde los quince años.
— Es que no me saben a nada, ya te lo he dicho.
— Me pregunto quién de los dos tiene más que lamentar.
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