Mazmorra contemporánea 2

Se me ha ocurrido una posibilidad aterradora: que todo el mundo es tan infeliz como yo, pero que no se quejan porque su umbral del dolor se sitúa más lejos que el mío. Esto explicaría paradojas que hasta ahora me resultaban incomprensibles. Conozco ejemplos de vidas ajenas, observadas desde la primera fila, que no pueden ser mejores que la mía. Como el mes que viví en el salón de un amigo y su novia cuando declararon mi edificio temporalmente inhabitable a causa de unas grietas en los forjados del garaje. Mes en el que compartimos cada minuto, salvo los que transcurrieron en el cuarto de baño o debajo de las sábanas. Mes vacío, de un aburrimiento intolerable; un mes transcurrido, como el título de aquel libro, en las cimas de la desesperación. Ejemplos como los informes detallados que mi compañera de oficina hace cada mañana de la tarde anterior, especialmente prolijos los lunes, en los que narra el fin de semana tomando el sol en la piscina sin poder desaflojarse el bikini, lamentable el contraste de la piel que trata de compensar con más horas tendida en la terraza, supongo que desnuda, aunque eso no lo cuenta, o los paseos por el río con su madre y el perrillo tras la siesta, cuando afloja el sol y su marido se va a los toros. No se me escapa que también hay gozosas empresas que no describe: pasarse la mano por las suavísimas ingles tras un rasurado en la ducha; coitos cenobíticos; maridos de vecinas que le miran los pechos con avaricia en la piscina, desconocedores de su triste palidez. En definitiva, una vida tan desesperante e innecesaria como la de cualquiera.

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