Hablemos de los que no debemos. De lo que nos hace peores: cotilleo y envidia. Lo que no debería interesarnos pero absorbe nuestra atención desde la hora de la comida, momento en el que mi compañera de departamento ha comentado que hoy regresa su marido tras una ausencia de dos meses por trabajo. Es de esperar una sesión de sexo de ímpetu universitario. Esto último no lo ha dicho ella, lo hemos comentado el resto de la plantilla cuando ella se ha marchado, a media tarde, camino del aeropuerto. Expresiones groseras y adolescentes han circulado rápidas por nuestras bocas, dejándonos un reguero fogoso de envidia en los labios.
Más de dos meses sin verse. Sin tocarse. Aunque es evidente que él la ha engañado, encamándose con múltiples mujeres, ella le ha esperado con paciencia benedictina, tenacidad calvinista y fidelidad católica. Y ahora, a su regreso, vibra en su cuerpo el deseo. Espera el abrazo, el contacto, la mano en la piel, los sexos entreverados. Ambas gónadas palpitando en su interior.
Es legítimo que el tono se descalibre al volver a tocar la carne deseada, que la razón se nuble y la comunicación se canalice a través del solapamiento cutáneo, cuerpo sobre cuerpo, las vísceras latiendo juntas y la blandura de un vientre contra el otro; el amor. Movimientos armónicos, mi compañera sacudida por el orgasmo esta noche estival de reencuentro. A través de la ventana abierta entra el rumor del río que no cesa.
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