La ruina que acecha
La autorreflexión —pero no la literaria, sino la que haces un domingo por la mañana en la cama, remoloneando antes de levantarte— es perniciosa. Eso dicen. Plantearte el negro futuro, a tenor del sendero directo al precipicio que ha tomado la sociedad sin consultarte, da miedo. Dicen que pensar mucho sólo conduce a episodios de ansiedad, acidez en el estómago o migrañas. Por eso evitas activamente cavilar en el mañana, cuando no tengas ya edad para continuar con este frenético ritmo y sin embargo la jubilación (si sigue existiendo esta institución) no se otee aún en el horizonte. Cuando los progenitores no protejan ya más —porque, aunque de facto ya no protejan, siguen ahí como escudo contra la inmensidad, como un paisaje de fondo que unifica los acontecimientos minúsculos y ridículos de tu vida.— Si no puedo pensar en ello, si me recomiendas, por mi bien, que no lo haga, y yo lo acepto con convencimiento porque me he asomado al abismo de la autorreflexión y a sus dolorosas consecuencias; si renuncio a ello, entonces, ¿estoy incurriendo en la autocensura? ¿No es cierto que soslayar los problemas es la peor manera de enfrentarse a ellos? También eso dicen. No me dejan alternativas, todos los caminos se hallan sembrados de ascuas y ya no le quedan suelas a mis botas.
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Ned Racine
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